Con dos mastines de respeto, Sultán y Trabuco, guardando la entrada, un sosiego afanado preside el paso de las horas en los dominios de El Sierro de Sepúlveda, confirmando a primera vista que la dehesa charra, paraíso del toro bravo, constituye el mejor exponente de la fusión del hombre con la naturaleza: encinares añejos, pasto resplandeciente y ojos de agua rebosantes en esta primavera bendecida por las nieves y las lluvias, con las yemas de los robles ya abotonadas y la candela de las encinas asomando, promesa de bellotas en abundancia. Luis Sánchez Rivero, criador de bravo de estirpe, heredero con sus hermanos del hierro del Marqués de la Conquista que a comienzos de los años setenta comprara su padre, me condujo hasta las cercanías (prudentes) del animal que venía buscando en la siempre gratísima compaña de los amigos de la Asociación Cultural La Empalizada de Montemayor de Pililla, gente admirable que defiende, estudia, realza, comparte y disfruta de sus tradiciones. «Ahí lo tenéis».

Engallado y altivo, inconfundible, aparentemente tranquilo y relajado, como a otra cosa, pero pendiente de nosotros y con una mirada cargada de avisos, unos avisos que enseguida captaron las treinta y tantas eralas que lo rodeaban.

Allí estaba Catavinos, tentado apenas hará dos años en el Bolsín Taurino Mirobrigense, cuando se mostró infinito en una sucesión de embestidas interminables por abajo, persiguiendo con codicia los vuelos de la muleta de unos aspirantes que aquella tarde se vieron en el compromiso de estar a su altura, crecido en pujanza y sin desfondarse tras haberse entregado en cinco encuentros con el varilarguero.

Arrogante, intenso y con clase, Catavinos, que volvió a los corrales a regañadientes, como pidiendo más, se ganó entonces el derecho a la vida regalada de la que goza.

Bueno, el derecho a una vida regalada pero no a una vida sin sobresaltos ni con garantías absolutas, toro bravo entre toros bravos con la suerte sujeta a las circunstancias cambiantes de la libertad animal. Sin ir más lejos, allí mismo, en el cuartón contiguo, dos astados emprendieron de repente una pelea feroz, una pelea igualadísima y disputada, quizás saldando una cuenta con callos de animadversión.

Parejos de fuerzas y gallardía, la reyerta se agravó definitivamente cuando desde la manada que los observaba surgió ‘el canalla’, ese toro avieso que aguarda el momento para lanzarse a traición contra uno de los contendientes, los ojos inyectados en vientos de escalofríos.

¿Y qué sucedió? Pues que las encinas temblaron y los robles se estremecieron. Como cantó Miguel Hernández, «los bueyes mueren vestidos/ de humildad y olor de cuadra;/ las águilas, los leones/ y los toros de arrogancia» y detrás de ellos «el cielo/ ni se enturbia ni se acaba», o sea, que la solemnidad del campo charro sigue presidida por una intemporalidad legendaria. En resumidas cuentas, me gustó el recuentro con Catavinos, celebré a Sultán y Trabuco, saludé a muchas vacas, tomé nota de varios toros, aprendí del mayoral, me ilustró el ganadero y me crecí con los montemayorcenses de La Empalizada, la peña taurina que más niños reúne en sus salidas camperas.

Horizontes despejados y animales a su aire: Ecología con mayúscula.

Gonzalo Santonja

De la Peña Taurina “Los de José y Juan”

Artículo publicado en El Norte de Castilla el 12 de mayo de 2018